viernes, 7 de mayo de 2010

En la barra del bar

En ese momento eterno, durante ese cruce de miradas, el hombre se sintió caer en un abismo, aquellos ojos almendrados le hicieron sucumbir en una sima de sensaciones y pasiones que creía habían desaparecido de su vida hacía ya mucho tiempo. Por un instante eterno y maravilloso, deseó perderse en los ojos y los labios de la mujer y se descubrió a sí mismo deseándola con vehemencia. Quería morirse en sus labios, ligeramente humedecidos, quiso poseerla allí mismo y evadirse de toda una vida de hastío, cansancio y rutina. Estaba muy cerca de ella, si se inclinada ligeramente sus labios quedarían a su alcance pero... sintió miedo, miedo de su posible desprecio, miedo a perder su vida, una vida ya hecha, pero rutinaria. Ese beso podría significar una huida hacia delante, un poco de pimienta en la monotnía de su existencia, una bendita imperfección en el perfecto engranaje de una vida forjada a base de sacrificio y esfuerzo. El suyo era el libro de "El perfecto jurista" donde todo está reglado, en el que no hay un solo resquicio para la improvisación y del que siempre quiso huir. No lograba explicarse cómo se había convertido en el protagonista de un libro tan aburrido.

Ahora tenía delante los ojos almendrados y los labios entreabiertos de la joven que le invitaba a un suicidio seguro o a un renacer de su alma. Pero... sintió miedo, no se atrevió a besarla y la dejó marchar, volvió la vista a su periódico y percibió su hipnótico y venenoso perfume, y la deseó aún más y la vio marchar, cerrando la puerta tra sí y supo, tuvo la certeza, de que se arrepentiría toda su vida.

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