jueves, 17 de marzo de 2011

Huida


Una rosa y un libro eran mis únicos compañeros de viaje. No tenía más equipaje que mi propia autoestima y un sinfín de recuerdos. Después de tanto tiempo, de tanta inseguridad y sufrimiento, me decidí a dar el gran paso e introducirme en un mundo paralelo, en una vida al margen de la dura realidad, en un sueño que se convertiría en mi mundo, en mi única preocupación.

El incesante traqueteo del tren marcaba el camino hacia la luz, hacia la libertad. El tictac de mi reloj de pulsera me aseguraba de que aquello no era un simple propósito, un mero deseo, sino que se trataba de la auténtica experiencia.

A través de la ventana, podía observar un paisaje colorido: un gran prado se extendía a ambos lados de la vía, cientos de girasoles observaban a su dios que aquel domingo había decidido ser el protagonista.

Después de varios minutos observando el mundo exterior, decidí abrir mi preciado libro y leerlo una vez más. Cientos de veces había revivido la historia del protagonista, me había sentido una aventurera, una egoísta exploradora del mundo al margen de las responsabilidades y la monotonía. Me volví a sumergir en las líneas de mi tesoro, me acomodé entre las palabras y quedé ensimismada. Nada parecía existir a mi alrededor, nadie parecía acompañarme en tan inesperado viaje. Sin embargo, tras varias horas leyendo sin cesar, una voz masculina me devolvió al vagón del tren.

Era un hombre maduro, de unos cincuenta años, acompañado de una niña pequeña, de unos siete años. En seguida supuse que se trataba de la hija pues pude ver como la trataba: con mimo y cuidado, con protección.

- Claudia, cariño, duerme un rato porque el viaje es muy largo- le aconsejó el hombre a la hija.

Y ella, como una autómata, obedeció el consejo de su padre y en un instante cerró los ojos y se sumergió en el mundo de los sueños y las pesadillas. Tenía una cara angelical, su expresión transmitía felicidad, plenitud. Su pelo castaño y rizado la dotaba de cierto punto de travesura y simpatía. Sus manos, pequeñas y aparentemente suaves, junto a su tez blanca insinuaban su fragilidad. Por el contrario, el hombre tenía una apariencia mucho más fría y distante. Su semblante serio no invitaba a mantener ningún tipo de conversación y su expresión triste junto con su mirada perdida reflejaban algún tipo de sufrimiento vivido.

Su rostro, su incesante preocupación me devolvieron a los recuerdos del pasado, a la infancia perdida, a la ansiedad del dolor. Él me hizo volver en el tiempo y acordarme de aquello de lo que huía, de la tristeza que había decidido dejar atrás. Y el viaje perdió su encanto, su magia. Salí de la burbuja en la que estaba inmersa y descubrí que nunca, a pesar del tiempo y la distancia, lograría olvidar la pesadilla que una vez fue mi vida

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